viernes, 17 de julio de 2009

PADRE MUERTE - Primer capítulo

A petición de muchos amigos, conocidos y visitantes, y esperando que sea de interés, cuelgo el primer capítulo de mi novela Padre Muerte, que vio la luz el pasado 10 de Julio:


1

El entierro había sido breve, por fortuna. A pesar de la nube de periodistas dispuestos a conseguir una exclusiva sin importarles el dolor de tres familias, y a pesar del afán del párroco por salir en los noticiarios de la noche, alargando innecesariamente la homilía, alguien se había encargado de hacer ver a todos los presentes que había tres niñas muertas esperando su eterno descanso y que merecían respeto.

Permanecí sentado largo tiempo en aquel comedor extraño, pensando en los padres de las pequeñas. Dicen que lo peor que le puede ocurrir a un padre es tener que enterrar a su hijo, alterando el orden natural de la propia vida; sin embargo, uno siempre puede superar la pérdida del hijo drogadicto que ha llenado una casa de angustia, después de años de sufrimiento. Igualmente, puede prepararse para el último adiós al hijo que padece una enfermedad incurable y terminal, hasta el punto que la muerte misma se convierte en descanso para éste y para su familia. Incluso puede rehacerse si la carretera se cobra una víctima en la carne de su propia carne.

Por supuesto, esto no significa que se acepte la muerte del ser querido, pero la fatalidad de un accidente o el justo reposo después los estragos de la droga, resultan mucho más fáciles de comprender que el hecho de que un malnacido secuestre a una de tus hijas, a la que viste comulgar de blanco impoluto apenas dos años antes, pase semana y media mortificando su frágil cuerpo atado a dos palos hasta convertirla en un trozo de carne inidentificable hasta para el más curtido médico forense, y acabar teniendo que enterrarla, sin velarla siquiera, en un ataúd cerrado en el nicho que llevas media vida pagando al seguro... para ti mismo.

En ese momento, un padre no piensa en el por qué, sino en el quién; un padre volcará a pulso un camión bajo el que ha quedado atrapado su pequeño, o matará a palos al perro que se ha lanzado sobre el cuello de su primogénito. En ese momento, un padre subiría al Cielo para estrangular con sus propias manos al mismo Dios si no encuentra otro culpable a su desgracia.

Así que la agonía se multiplica hasta el infinito si el causante de un dolor tan desgarrador es declarado inocente, incapaz de razonar y discernir el bien del mal, por un juez o un jurado cuyos hijos aún duermen tranquilos y calientes en sus camas, y poco o nada tienen que sufrir por ellos. De poco sirve que ese hombre inocente sufriera incontables atrocidades de niño, fuera despreciado y abandonado por los suyos y viviera un infierno a lo largo de su vida, porque la caridad o la lástima no devolverá a la vida a esas tres niñas que acababan de emparedar en un muro del cementerio.

Sentado en una silla que no me pertenecía, en aquel comedor vacío, silencioso y en penumbra, me entretuve mirando la foto de una de las chiquillas, vestida con un bañador de colores chillones y sujetando un flotador de corcho, al borde de una piscina. Observé esos dedos que agarraban bien fuerte el blanco flotador, esos mismos dedos que el cirujano había tenido que coser, uno por uno, a los muñones de sus manos, después de que fueran identificados, con gran esfuerzo, entre los treinta que la policía encontró desperdigados en el almacén donde se encontraron sus cuerpos. Pensé si juez y jurado tuvieron en cuenta, siquiera por un momento, que cada vez que sus propios retoños les abrazaban, les cogían de la mano para cruzar la calle, o les acariciaban la cara, usaban unos dedos muy parecidos a aquellos que el hombre que acababan de dejar libre, aún seguido día y noche y obligado a pasar las horas muertas en un aséptico y mal llamado centro de rehabilitación para enfermos mentales, pero libre al fin y al cabo, había cortado, lentamente, con unas tijeras de trinchar carne, y arrojado distraídamente a su alrededor mientras las pequeñas aullaban de dolor y de terror.

¿Qué se le dice a un padre después de liberar al hombre que ha secuestrado, torturado y dejado morir, ensartadas como pollos en estacas tan altas como ellas, a tres niñas de apenas diez años?... ¿Lo sentimos mucho?, ¿Compartimos su gran pérdida?, ¿No podemos hacer culpable a ese hombre de lo que la sociedad ha hecho con él?, ¿Debe vivir para cargar con el peso de su culpa?. Patrañas. Ese hombre, y todos los jueces de la ley tienen sus dedos donde toca, y aún conservan su intestino en el vientre, y no como descubrieron aquellos tres cadáveres infantiles. Así es muy sencillo redactar sentencias injustas y cacarear estupideces.

Así que, ¿quieren que les diga qué quiere escuchar un padre en un trance como este?. Es muy sencillo.

- Deme un precio y lo mataré.

Y eso es precisamente lo que pretendía decirle, y lo único que tenía en mente, cuando escuché el sonido de la llave en el paño de la puerta.


JOSÉ VILASECA


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