viernes, 31 de enero de 2014

El escritor desconocido

Se llama Emilio y está a punto de jubilarse. Vive en Nazaret desde que vino a este mundo. Rostro bondadoso y aspecto jovial, a pesar de que ha sufrido lo peor de la crisis aguardando agónicamente a recibir los derechos que generó durante años de posguerra, de “milagro español”, de transición, de “movida” y un largo etcétera de vivencias que apenas cabrían en este artículo. Y es escritor.

Reside en una casa pequeña, y su aún más diminuto despacho, con las paredes forradas de libros en lugar de papel pintado, recibe luz desde primera hora de la mañana, para que Emilio pueda comenzar a teclear en su ordenador tan pronto como se siente inspirado. No solo es una persona austera por convencimiento, sino también por necesidad, por lo que la luz que gasta su cascada torre informática debe sustraerse de la desnuda bombilla que pende sobre el techo.

No necesita encerrarse en un bunker, como los traductores de Dan Brown con “Inferno”, su última novela superventas, porque su humilde piso, con las estanterías llenas de libros sustituyendo al papel pintado, ofrece el mismo recogimiento. No cae en el histrionismo de Lucía Etxebarría en “Campamento de verano”, porque dudo mucho que se le dé bien dar lástima o sobreactuar. No disfruta de miles de visitas en su blog personal, como Pérez – Reverte, porque su ajustadísimo presupuesto hace tiempo que dejó de permitirle lujos como Internet.

Pero sigue siendo escritor y, en mi caso, habiéndome encadenado voluntariamente a una máquina de escribir a la tierna edad de siete años, y con un par de libros en el mercado, es un valor añadido. Un título que no se cuelga en la pared, una medalla de madera que pesa más que brilla. Mañana quizá hablaremos de los finalistas del premio de fantasía “Minotauro” (entre los que bien desearía encontrarme), o del último recuento de ejemplares vendidos por Belén Esteban (sí, otra vez…), o del último poeta o novelista que nos deja (llevamos un enero tétrico en este sentido), pero dudo que nadie hable de Emilio, así que me van a permitir que lo haga yo en su nombre.

Dudo mucho que la SGAE tenga a bien enviarle ningún cheque por esos derechos de autor que nadie controla como debiera, a pesar de que quizá alguno de ustedes ha leído su “Memorias de un Nazaval”. No me ha sorprendido buscar su nombre en Google y no encontrarlo, a pesar de que fue agraciado con certámenes y concursos literarios, tanto por sus poesías como por sus relatos cortos. Disfrutó de su labor de humilde “juntaletras”, como suelo decir, y ahora aguarda una pensión exigua.

En breve, comenzaré mi segundo taller de Escritura Creativa, y es muy posible que, como en la primera edición, acuda algún adolescente, algún joven escritor. Les hablaré de Emilio, por supuesto. De lo que hizo toda su vida, y de lo que sigue haciendo con gran ilusión a pesar de que ha rebasado esa “línea de meta ficticia” que para muchos son los sesenta y cinco años. De cómo sus ojos brillan cuando me muestra alguno de sus manuscritos, o de cómo se queja de que la letra de muchas ediciones de bolsillo apenas es legible para sus ojos, operados recientemente. Cataratas, creo. Cuando me lo dijo, traté de hacer un chiste, diciéndole que esperaba que nadie le empujara corriente abajo por ellas; rió, por compromiso. No era un buen chiste, lo sé.

A finales de febrero, comenzará a instalarse en la Gran Vía la, para mí, entrañable Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. Volveré a acudir, buscando alguno de mis “nole”, como los cromos, esos cómics que faltan en mi colección de Conan, el rarísimo ejemplar de los chicos del castillo de Roca Negra o algún libro interactivo de la época de Altea Junior. Y, por supuesto, buscaré a Emilio; en realidad, buscaré a todos los “Emilios” que vivieron un sueño y que, en algún momento, lo compartieron con nosotros sin más esperanza que alguien los leyera.

Nota: Publicado en ElPeriodic.com el 31/01/2014

lunes, 13 de enero de 2014

Que tengamos salud

Estas Navidades, en mi familia se ha dado un fenómeno curioso que desmonta la teoría de que, a quien no le toca la Lotería, al menos la Divina Providencia, el karma o aquello en lo que ustedes crean, y que equilibra el Universo, proporciona una cantidad razonable de salud que va menguando a medida avanza el nuevo año. En resumen, que desde el día veintiséis, mi hijo pequeño se convirtió en paciente del Hospital Clínico, en un indeseado “paquete vacacional” que duró cuatro días y cinco noches con pensión completa.

Y así, del mismo modo que cuando llegan estas señaladas fechas, se suele quemar el televisor, embozar la lavadora o se empeña en morir cualquier electrodoméstico, en nuestro caso el “estropeado” fue el benjamín de la casa. Supondrán que, dado el tono jocoso hasta el momento, no fue más que un susto del que ya nos hemos recuperado, por fortuna, y mi “pequeño cachorro” está mejor que bien. Pero ese periodo de convalecencia me ha sido muy útil para reflexionar sobre algunos temas hospitalarios que quería compartir con ustedes.

Como ya les digo, fuimos residentes del Clínico que, por suerte o por desgracia, se ha convertido en “mi segunda casa” desde hace casi una década, por motivos muy distintos, y que no vienen al caso. Nunca he tenido queja alguna de este Centro, y eso que han sido testigos de dos nacimientos, un legrado y un fallecimiento entre los de mi sangre. Sus profesionales me han demostrado que, ni siquiera con recortes presupuestarios, dejan de ofrecer un trato humano y una atención de primera calidad. Desde aquí, mi más sincero agradecimiento.

En realidad, no quería que mi pequeña aportación de hoy tuviera demasiado que ver con quejas políticas con tijeras de fondo, sino precisamente por cómo tratamos los usuarios ese servicio de calidad que se nos ofrece desde Sanidad. En mi caso, y haciendo guardia nocturna junto a los pies de la cama de mi pequeño, procuré molestar lo mínimo imprescindible, con un buen libro entre las manos... y una novela por terminar en el ordenador portátil. Leí y entendí las normas de comportamiento que nos entregaron tan pronto entramos en la habitación, y me parecieron de sentido común, por lo que desde el principio “di poca faena”, como se suele decir por estas latitudes.

Sin embargo, eso no evitó que viera toda clase de escenas incívicas, protagonizadas por esa misma gente que compara, disgustados, nuestros servicios con los países nórdicos, con Inglaterra, Francia o Estados Unidos... pero que luego no es capaz de comportarse como noruegos, ingleses, franceses o norteamericanos. Familias que se pasan por el Arco del Triunfo la recomendación de “dos personas por paciente” y sólo les falta traerse consigo la tienda de campaña; amorosos padres que no son capaces de dejar a hermanos y primos pequeños en casa, esperando el regreso del “enfermito”, y los llevan para que corran y molesten en los pasillos de Pediatría, como si fuera una guardería pagada por todos. O, lo que me produce una gran tristeza, personas que aprovechan el alta para llevarse consigo toallas o sábanas, con la excusa de “esto también lo pago yo”.

Es gracioso que, al volver a casa, lo primero que viera en la tele fuese el anuncio de Campofrío, donde se nos recordaba que la esencia del español es, entre otras, invitar sin dinero, y cocinar para tres y que coman quince... Supongo que no hubiera estado de más añadir “y robar papel higiénico del hospital público donde te ha tocado pasar las Navidades, y luego quejarte de los recortes”. Bueno, es muy largo y queda poco elegante. Mejor dejamos a Verónica Forqué asegurando que quiere hacerse franco-rusa y, sin ver una mísera devolución de la Lotería, esperar que el 2014 nos dé un huevo de salud... y la yema del otro.

Nota: Publicado el 13 de enero de 2014 en ElPeriodic.com