lunes, 26 de septiembre de 2016

Vida virtual

Hace apenas una semana, mi santa esposa tuvo la desgracia de “perder” su móvil; lo entrecomillo porque, a fecha de hoy, no sabemos si lo extravió o si “se lo extravió” algún amigo de lo ajeno. Cosas de este mundo con prisas, donde perderías la cabeza de no tenerla sujeta a los hombros. En definitiva, hubo un día en que no lo encontraba y, mientras lo buscábamos afanosamente por casa, acabó “resucitando” de aquella manera, en manos de otra persona con ganas de dar por el saco.

La parte técnica se resolvió bastante rápido: llamada a la compañía, bloqueo de móvil, de tarjeta y de todo lo bloqueable. Lo bueno es que, sin comerlo ni beberlo, iba a cambiar de terminal (que ya le hacía falta). No hay nada en el occidente capitalista que el dinero no pueda arreglar. Serà per diners, decimos por aquí…

Un incidente que no tendría más relevancia si no fuera por una serie de hechos, inexplicables para mí, que ocurrieron entre el “no veo el móvil” o “¡joder, alguien tiene mi móvil!” y que me dan mucho que pensar acerca de esta sociedad aséptica, distante e impersonal que estamos creando.

Como os decía, el “amigo de lo ajeno” debía ser aficionado a dar problemas, puesto que se dedicó a enviar mensajes soeces e incluso alguna fotografía comprometida (del propio delincuente, afortunadamente), a grupos o personas que había en la agenda de Sara. Gracias, precisamente, a un mensaje bobo que me envió, detecté el asunto y pude atajarlo a tiempo.

Imaginaos: amigos, padres y madres del cole viendo en sus celulares mensajes idiotas que daban como referencia “Sara”. ¿Qué pensaron? A esta mujer le ha dado un vahído, supongo. Se le ha ido la pinza. O, quizá, simplemente que le habían cogido el móvil los críos y estaban haciendo trastadas tecnológicas, que para eso la nueva generación de mini-youtubers se vale sola. Sea como fuere, supongo que os hacéis una idea.

El problema viene, a mi entender, en la reacción. Nadie llamó a Sara, ni a mí, para preguntar qué nos pasaba en la cabeza. Tuvieron que transcurrir dos días hasta que alguien se dignó, en la puerta del colegio, a decirle joder, Sara, cómo te has pasado, aunque mi bendita mujer (o yo) llevamos a nuestros hijos a la escuela a diario. Había sido bloqueada de grupos, expulsada, defenestrada virtualmente... pero nadie había tenido la deferencia de encararse con ella y preguntarle a la persona que hay detrás del icono si había tenido un mal día, un incidente… o un robo, como al final fue.

La anécdota me recordó poderosamente a aquellos primeros tiempos de Internet, donde en foros, listas de correos y similares nos poníamos a caldo sin necesidad de preguntarnos qué clase de persona había al otro lado de la pantalla; al fin y al cabo, la mayoría eran completos desconocidos y no te importaba que siguieran siéndolo. Sin embargo, en este caso la persona “infractora” era pública y conocida, accesible, fácil de abordar… pero nadie lo hizo. Se prefirió la infamia a la razón, dar pábulo a quimeras frente a contrastar una información extraña.

Así que, cuando descubro personas capaces de tragarse noticias sacadas de El Mundo Today y darlas por buenas, me pregunto qué pensarían los filósofos clásicos cuando los hijos de la información y la tecnología prefieren el rumor y la mentira a perder cinco minutos de sus vidas para comprobar qué hay de cierto en cualquier situación que se da en su vida.

 José Vilaseca