lunes, 24 de marzo de 2014

Traca final

Las Fallas han acabado y, como suele ser tradición, las Fallas comienzan de nuevo, sin solución de continuidad.

Presupuestos más austeros y un repunte en la llegada de turistas y visitantes, dando a entender que no por más barato tiene que dejar de ser llamativo. Quizá, la única diferencia palpable respecto a otros años, ha sido un aumento de artículos de opinión ciscándose en los muertos de los Falleros, echando por tierra los monumentos e incluso afeando a aquellos personajes públicos que, como ocasión especial, han vestido el traje de labradora o el de torrentí.

He descubierto estas “perlas de sabiduría” a través de la indignación de amigos falleros que comparto en Facebook. Se han convertido en virales con rapidez, sobre todo porque en este mundo de información, es más peligroso un tonto con un lápiz que un niño con dos pistolas, y de la boca (o la pluma), de supuestos juntaletras hemos tenido que leer las mayores salvajadas al respecto de nuestra fiesta fallera.

Quisiera apuntar, a estas alturas, que no soy fallero. Diría incluso que “no me gustan las Fallas” aunque, en realidad, soy un tipo bastante aburrido que suele espantarse de grandes grupos de gente celebrando algo, lo que incluye las festividades josefinas, la Semana Santa Marinera, San Vicente, los Moros y Cristianos, los encierros de San Fermín o la Feria de Abril.

Sin embargo, sí me gusta la historia y la cultura de mi pueblo, y como parte de ella creo que toda fiesta debe ser conocida, apreciada e incluso criticada, siempre que esto suponga una mejora en el futuro.

Las Fallas no solo son un símbolo de Valencia, sino un reflejo de nuestra herencia milenaria. Su origen romano, la “quinquatria” en honor a Minerva, diosa de los artesanos, que limpiaban sus talleres y arrojaban los trastos al fuego purificador. Su evolución medieval, con las figuras del maestro carpintero, del aprendiz (muchas veces, huérfano), de la sátira como forma de alivio anímico... Motivo más que suficiente para preguntar si una festividad que se ha transformado a través de dos largos milenios merece el reconocimiento de la UNESCO.

Cierto que algunos aspectos pueden resultar molestos, más por la forma que tienen determinadas personas de vivir las Fallas que por culpa de las Comisiones o de la Junta Central. Esa territorialidad exacerbada de algunos falleros respecto a quien pasa junto a su casal o quién mira su monumento, contrasta con la hospitalidad y la generosidad de otros que desean abrir las puertas de su casa común para atraer a vecinos y amigos. Esa ratonera en la que se convierte Valencia en forma de calles cortadas, que tanto nos cuesta aceptar, debe ser tomada como una invitación a la sana caminata, al uso del transporte público, recorriendo aquellos lugares emblemáticos de nuestra ciudad.

Cuando las personas nos convertimos en gente (o, incluso, en gentuza), no necesitamos de las Fallas para mostrar nuestras miserias: Nos vale el fútbol o la política, las comidas familiares o las discusiones de tráfico. Tendemos a meter en el mismo saco al fallero que conoce y respeta su tradición junto con el tonto del haba que con un fajín y un “tro de bac” se cree capitán general. Y no, lo siento, de que el mundo esté lleno de gilipollas no tienen culpa las Fallas.

Me dolería que, por parte de algún escribiente iluminado, hubiéramos vuelto a esos años setenta donde el intelectual se mostraba naturalmente anti-fallero, hablaba con esa superioridad moral de “coentor” o de “meninfotisme” e invitaba a la gente a huir de Valencia a medida se acercaba marzo. Porque, aunque no sean de nuestro agrado, aunque para nosotros tengan más defectos que virtudes, las Fallas son una parte trascendental de nuestra historia y de nuestra cultura. Así que intentemos no tirar piedras sobre nuestro propio casal…

Nota: Esta entrada fue publicada como artículo en la sección "Perdone que no me levante" de ElPeriodic.com el 24 de marzo de 2014

miércoles, 12 de marzo de 2014

Cajas tontas, libros malos

Hace unos días, viendo un programa de televisión con mi mujer, escuchamos una referencia a Paco Umbral. Como no estaba acostumbrada a tanta "familiaridad" con el gran Francisco Umbral, me preguntó a qué "Paco" se referían, y le expliqué, brevemente, que era aquel escritor conocido por la frase "aquí se habla de mi libro... o yo me voy". Dije esto con naturalidad, como sin pensar, y de inmediato me di cuenta de cuánto daño ha hecho la televisión a la literatura... sobre todo a nuestra literatura.

Francisco Umbral, aparte de discutir con Mercedes Milá acerca de "por qué le había invitado a su programa, si no era para hablar de su libro", escribió más de un centenar de obras, entre novelas, ensayos y colecciones de poemas. Ganó el Premio Nadal el mismo año en que mi madre tuvo a bien traerme a este mundo, así como el González Ruano de periodismo, el Príncipe de Asturias de las Letras, el Premio Nacional de las Letras y el Premio Cervantes. Sin embargo, para una gran mayoría, el recuerdo que mantenemos de aquel hombre de rostro serio y gafas gruesas, es el cabreo televisivo que antes he mencionado.

No hay duda de que la televisión es una gran lanzadera para cualquier actor, presentador, periodista o famoso que quiera una trayectoria fulgurante (aunque no siempre brillante, hay que admitirlo). Sin embargo, para el escritor que se atreve con la pequeña pantalla, suele suponer un veneno amargo y lento, que, o bien emponzoña su carrera, o bien lo convierte en un bufón a ojos del gran público.

El último (y sangrante) caso de "juntaletras damnificado por la caja tonta" ha sido Lucía Extebarría. Entre ustedes y yo, su prosa nunca ha sido de mi agrado, pero he de admitir que tenía público y prestigio. Nadie gana el Nadal, el Primavera y el Planeta por su cara bonita. Sin embargo, a fecha de hoy, a prácticamente cualquiera al que le preguntes quién es Lucía Etxebarría, podrá explicarte con pelos y señales que se trata de aquella 
concursante histriónica de "Campamento de verano", que apenas duró quince días y que se plegó a las condiciones de una gran cadena televisiva porque le debía a Hacienda hasta la camisa. Incluso, si la persona está particularmente bien informada, podrá añadir que toda esta polémica perjudicó su intención de adoptar a un niño o niña junto con su pareja.

Hasta entonces, no sabía que tuviera pareja, ni que desease adoptar. No sabía que debía dinero a Hacienda. Ni siquiera sabía que, meses antes, se había dedicado a subir fotos de sus pechos desnudos a una conocida red social. Para mí, pasó de la fama a la infamia simplemente por ofrecerme toda esa "información innecesaria" de su vida, que tan poco tiene que ver con su habilidad para llenar páginas de ideas y sentimientos.

Fue el último caso... pero no el único. Fernando Arrabal, magnífico escritor y erudito, es conocido como ese señor de chaqueta amarilla que, en bastante mal estado, nos anunciaba que "el mileniarismo va a llegar" durante un debate televisivo. Nadie recuerda que dirigió y protagonizó varias películas, pero sí que la lió parda en un programa que conducía Sánchez - Dragó. Autor éste último que, por cierto, tuvo que aguantar un chaparrón de críticas por airear (a través de entrevistas en prensa... y televisión), que años ha se lió con dos jovencitas en uno de sus viajes a Tokio.

Al final, la visita de la televisión a las vidas de muchos escritores se resume en "pasos atrás" o en "mitos caídos": Juan Manuel de Prada pasó de ganar el Planeta a presentar para Intereconomía (sin demasiada suerte aparente), un espacio de cine. Camilo José Cela, uno de los nombres propios de las letras españolas, ganó una innecesaria popularidad gracias a la confesión (con la Milá de nuevo, qué curioso...), acerca de su asombrosa capacidad de absorción acuática vía rectal.

Dicen que la televisión es, para muchos, un Rey Midas capaz de convertir en otro todo lo que toca. Pero, para la literatura, y con permiso de "El tiempo entre costuras", todo lo que toca acaba por pudrirse... o convertirlo en un bufón.

Nota: Publicado el 12/3/2014 en ElPeriodic.com