miércoles, 29 de septiembre de 2010

LOS SIETE DÍAS DEL TALIÓN o "la venganza es un plato que se sirve frío..."

Cosas de las vacaciones, o del hartazgo de contar con un Ministerio de Cultura pacato y acostumbrado al juego de la subvención y la caricia de lomo ajeno, he empezado a ver todas esas películas que, desgraciadamente, nadie tiene narices de estrenar por estos lares y toca conseguir de malas maneras y en versión original, a veces subtituladas por el primo tonto de Hugo Chávez.

En esta ocasión, traigo una interesante cinta titulada "Les 7 jours du Tálion" (más o menos), que resulta una curiosa mezcla de "Hostel" y "El justiciero de la ciudad", pero menos extrema que la primera (lo que se agradece... aunque no piensen ustedes que carece de momentos de mal rollo importante), y bastante menos facha que la segunda (sobre todo porque los franceses son muy suyos).

El argumento es bastante sencillo: Médico reputado (con perdón), que vuelve a casa hecho un asco después de una jornada maratoniana en su curro. Tiene ganas de tocarle el culete a su señora y meterla en caliente, pero su adorable niña de ocho años tiene que salir de casa, no recuerdo bien si a clase o al cumpleaños de un amiga. Tanto da, porque los papis, creyendo que su peque es mayor para andar apenas un par de manzanas, y con ganas de producir electricidad estática a base de roce corporal, la dejan marchar... para no volverla a ver con vida.

El drama, breve, intenso y bien resuelto, acaba con la detención del violador y asesino de la pequeña. Y nada de "ah, pero seguro que se escapa", o bien "habrá alguna prueba contaminada y lo dejarán libre": El hijoputa en cuestión es culpable de que te cagas, lo trincan bien trincado y va directo a la trena para cumplir unos veinte añitos a la sombra y, supongo, hacer compañía amorosa en la celda al negro Jack, el de los "treinta centímetros"...

Sin embargo, el padre de la niña, piensa lo que piensa y decide que dos décadas a base de menú carcelario a base del contribuyente, después de haberse calzado a su chiquilla y haberle dado matarile se queda muy corto... y decide secuestrárselo, llevárselo a un rincón apartado... y dedicarle PLENAMENTE los próximos siete días de su vida (y, de ahí, el título).

Lo que podría pasar como un título de "venganza tras violación" típico de los 70 y 80, se transforma en una reflexión sobre la culpa, sobre el odio, sobre vidas rotas que ya no volverán a ser nunca iguales. El rol del padre (que, no olvidemos, es médico y se debe a un juramento hipocrático), la madre (que no quiere vengarse en modo alguno, y que acaba sacando un poco de quicio al personal... y también a su marido), y el policía que investiga el caso (y que también sufrió la muerte de su esposa a manos de un criminal), están perfectamente trazados y son absolutamente creíbles.

Para el recuerdo, un par de detalles, más allá de las maldades a las que el padre somete al asesino de su hija (que son apenas sugeridas, pero no por ello menos desagradables...): Ese jóven policía, ayudante del comisario, que en un momento dado comenta "Tenemos movilizado a todo el persona de la zona para salvar a un cabrón que estaría mejor muerto" a lo que el veterano agente replica "No lo estamos haciendo para salvarlo a él". O la conversación que mantienen precisamente el policía y el padre vengador, sobre la sensación que el primero tiene respecto de la larga condena a la que se enfrenta el asesino de su esposa: "¿Duerme mejor por la noche, sabiendo que el hombre que mató a su mujer está en la cárcel?". A lo que, finalmente, el viejo sabueso debe responder que no, que no le ayuda a dormir mejor.

Espero que la disfrutéis tal y como se merece. Y, por cierto, es muy posible que la podamos ver... en Sitges.

JOSE VILASECA

miércoles, 1 de septiembre de 2010

HOY QUISIERA HABLAR DE MI PADRE...

Martes, 31 de agosto de 2010, y he acabado una nueva novela. Después de un año metido hasta las trancas, como suele decirse, recreando la Valencia del Cid y la sangrienta Primera Cruzada, doy por terminado mi libro. Es mi afición, mi pasión, mi vida… Celebro la meta alcanzada con un ramo de rosas para mi mujer, un primer ejemplar para mi madre, y seguramente un brindis con sidra que endulce esa lagrimilla traidora. Y mañana tocará pensar en el próximo proyecto.

Mi padre amaba la Semana Santa Marinera tanto o más de lo que yo amo la letra impresa, y mis costumbres al finiquitar un libro no son más que una pobre copia de sus propias tradiciones al despedir una nueva celebración de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Recorría Hermandades y Cofradía, visitando viejos amigos y brindando por un año más de Fiesta, así, con mayúsculas; un suspiro aliviado cuando todo había marchado bien (como él mismo decía, no hay mejor noticia que no haya noticias), y remataba el Domingo de Resurrección en la intimidad de casa o en la puerta de la Iglesia del Rosario, aguardando la flor que mi hermana Mari reservaba para él al final del desfile, pues no gustaba de posar para la foto en la concurrida y populosa tribuna.


Jovipi, hijo de Jovipo, pues esta droga incurable semanasantera se lleva en la sangre y pasa de padres a hijos, no era carne de fotógrafo, de primera plana, o de entrevista. A veces le decía, entre bromas y veras, que no había sabido venderse y él aseguraba que la Semana Santa no tenía precio. El tiempo me demostró que otros sí supieron venderse: Se vendieron ellos, vendieron su alma, y hubieran vendido a la madre que les trajo gritando a este valle de lágrimas si hubiesen visto ocasión, pero eso es normal si uno mira más por su ombligo que por la Fiesta.

Aún hoy, algún conocido se dirige a mí apuntando que conocía a mi padre. Tengo que corregirles, con pesar, puesto que mi padre quizá fuera difícil de tratar, pero aún más complicado de conocer. Si algo me pesa en esta vida es haber perdido la oportunidad de conocerlo mejor, justo cuando comenzaba a comprenderlo.

Quienes lo pintaban seco e inflexible no se daban cuenta de que, en realidad, simplemente era poco dado a trivialidades y estupideces, y, sobre todo, no era hipócrita ni pusilánime. Supongo que eso le impidió acceder a altos cargos, o hacer carrera política, pero qué le vamos a hacer: Mi padre se lavaba todos los días, pero no se cambiaba de chaqueta. No caía simpático, pero era eficaz. Y, en unos tiempos en los que hasta el tonto del haba que se sienta en la Moncloa es capaz de hacerse pajas mentales acerca de que la tierra no es de nadie, es del viento, mientras sigue manteniendo a cinco millones de parados, echo de menos que no haya más antipáticos eficaces llevando las riendas de este tinglado.

Con perspectiva, reconozco que para mi padre fui como el César que pasea triunfante, mientras que su papel era el del esclavo que sujetaba la corona y susurraba: Recuerda que solo eres un hombre. Me corregía constantemente, y procuraba ponerme el listón tan alto como podía, mientras que, siempre en mi ausencia, anunciaba a bombo y platillo lo orgulloso que se sentía de mí. Era el primero que leía cualquiera de mis escritos y los criticaba con vehemencia, pero con justicia. A medida que me hago mayor (ya sé que se dice viejo, pero dejenme disfrutar de mi treintena), agradezco más haber tenido un mentor como él.


Gracias a él, y sobre todo a mi hermana (su más digna sucesora), he conocido multitud de anécdotas sobre la Semana Santa : Aquella definición de granadero que refería su elevada estatura y el arma que arrojaban (salvo dos paisanos, bajitos, que se dedicaban a recogerlas), o la legendaria votación sobre aquella Hermandad que pudo ser falla y cuyo destino se decidió democráticamente, por no hablar de los primeros tiempos de la transición cuando, ante la proyección de una película picante en un local social, mi padre pidió que alguien tuviera la deferencia de cubrir la imagen de Cristo.


Igualmente, tengo que recordar muchas de las calumnias que se elevaron en su contra, como que era el máximo opositor a que el Grao volviera a formar parte de la Semana Santa Marinera, o que estaba en contra de que las mujeres desfilaran en las procesiones (lo que es una estupidez como un piano, ya que su novia y después mujer, y santa madre del que suscribe, procesionaba como Claudia desde los tiempos en que el General Franco todavía estaba bastante lozano…). Supongo que todo sería envidia malsana del cargo que ostentaba, y puedo dar fe de que, aunque algunos fueron dignos representantes, otros no estuvieron a la altura.


Pronto se cumplirán tres años desde que se marchó, y todavía sigo esperando que suene el teléfono para que me pida que vaya a su casa a ver el Levante, que le lleve al chiquillo que-ya-me-vale, o que sale a cenar a Baretta y que si quiero ir con él, pago yo (una de sus tantas bromas, pues al fin y al cabo, seguía siendo mi padre…); le diría que he terminado una novela, y que si se la quiere leer, y él se haría el despistado, aseguraría que no tiene tiempo, que le lleve a su nieto y me deje de monsergas… pero sacaría tiempo de debajo de las piedras para leérsela de cabo a rabo. Así era él.

Termina mi libro con una frase que comienza hoy es el momento de recordar el nombre de mi padre…


Pues sí, hoy es el momento.


JOSÉ VILASECA