Hace apenas una semana,
mi santa esposa tuvo la desgracia de “perder” su móvil; lo entrecomillo porque,
a fecha de hoy, no sabemos si lo extravió o si “se lo extravió” algún amigo de
lo ajeno. Cosas de este mundo con prisas, donde perderías la cabeza de no
tenerla sujeta a los hombros. En definitiva, hubo un
día en que no lo encontraba y, mientras lo buscábamos afanosamente por casa,
acabó “resucitando” de aquella manera, en manos de otra persona con ganas de
dar por el saco.
La parte técnica se
resolvió bastante rápido: llamada a la compañía, bloqueo de móvil, de tarjeta y
de todo lo bloqueable. Lo bueno es que, sin comerlo ni beberlo, iba a cambiar
de terminal (que ya le hacía falta). No hay nada en el occidente capitalista
que el dinero no pueda arreglar. Serà per
diners, decimos por aquí…
Un incidente que no
tendría más relevancia si no fuera por una serie de hechos, inexplicables para
mí, que ocurrieron entre el “no veo el móvil” o “¡joder, alguien tiene mi móvil!”
y que me dan mucho que pensar acerca de esta sociedad aséptica, distante e
impersonal que estamos creando.
Como os decía, el “amigo
de lo ajeno” debía ser aficionado a dar problemas, puesto que se dedicó a
enviar mensajes soeces e incluso alguna fotografía comprometida (del propio delincuente, afortunadamente), a grupos o personas que había en la agenda de
Sara. Gracias, precisamente, a un mensaje bobo que me envió, detecté el asunto
y pude atajarlo a tiempo.
Imaginaos: amigos, padres
y madres del cole viendo en sus celulares mensajes idiotas que daban como
referencia “Sara”. ¿Qué pensaron? A esta
mujer le ha dado un vahído, supongo. Se
le ha ido la pinza. O, quizá, simplemente que le habían cogido el móvil los
críos y estaban haciendo trastadas tecnológicas, que para eso la nueva generación
de mini-youtubers se vale sola. Sea
como fuere, supongo que os hacéis una idea.
El problema viene, a mi
entender, en la reacción. Nadie llamó a Sara, ni a mí, para preguntar qué nos
pasaba en la cabeza. Tuvieron que transcurrir dos días hasta que alguien se dignó, en la puerta del colegio, a
decirle joder, Sara, cómo te has pasado, aunque
mi bendita mujer (o yo) llevamos a nuestros hijos a la escuela a diario. Había
sido bloqueada de grupos, expulsada, defenestrada virtualmente... pero nadie
había tenido la deferencia de encararse con ella y preguntarle a la persona que hay detrás del icono si había
tenido un mal día, un incidente… o un robo, como al final fue.
La anécdota me recordó
poderosamente a aquellos primeros tiempos de Internet, donde en foros, listas
de correos y similares nos poníamos a caldo sin necesidad de preguntarnos qué
clase de persona había al otro lado de la pantalla; al fin y al cabo, la
mayoría eran completos desconocidos y no te importaba que siguieran siéndolo. Sin
embargo, en este caso la persona “infractora” era pública y conocida,
accesible, fácil de abordar… pero nadie lo hizo. Se prefirió la infamia a la
razón, dar pábulo a quimeras frente a contrastar una información extraña.
Así que, cuando descubro
personas capaces de tragarse noticias sacadas de El Mundo Today y darlas por buenas, me pregunto qué pensarían los
filósofos clásicos cuando los hijos de la información y la tecnología prefieren
el rumor y la mentira a perder cinco minutos de sus vidas para comprobar qué
hay de cierto en cualquier situación que se da en su vida.
José Vilaseca
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