El día 23 de abril se celebrará (o se habrá celebrado, según cuándo puedan leer este artículo), el Día del Libro. Y, miren ustedes por dónde, el 10 de abril tuve la oportunidad de presentar, en el Museo de la Semana Santa Marinera de Valencia, mi último libro, “Historia de Valencia en pildoritas” (hecho que fue reseñado por nuestro apreciado Paco Varea en estas mismas páginas virtuales).
Con esas dos premisas, cualquiera pensaría que voy a animarles sin ningún pudor a que compren mi libro, lo que convertiría a esta reseña en una cuña publicitaria descarada. No es esa mi intención… lo que no significa que no vaya a tratar de convencerles que rasquen el bolsillo para invertir en literatura.
Se atribuye a Pío Baroja, la frase “el carlismo se cura leyendo, y el nacionalismo, viajando”. No sé si serán ustedes carlistas, o nacionalistas, pero les puedo asegurar que la lectura cura muchos otros males. Principalmente, la ignorancia, lo que en los tiempos que corren, no es precisamente baladí.
Y es curioso que, actualmente, en plena sociedad de la información, siendo capaces de comunicarnos con cualquier parte del mundo de forma prácticamente instantánea, tengamos que reabrir el viejo debate y nos encontremos con tantísimos ejemplos de “cultura mejorable” a nuestro alrededor, desde despedidas de cargo público preñadas de faltas ortográficas, pasando por invenciones políticamente correctas (ese “miembras” de la inefable Bibiana Aído aún me provoca dentera), o ataques repentinos de “caloret”.
Hay en la red un “sketch” particularmente divertido de “La hora de José Mota” donde un tipo incapaz de leer la carta de un restaurante de lujo y que acaba pidiendo vino de garrafón, se revela como concejal de cultura, lo que resulta revelador acerca de la importancia que la cultura en general, y la literatura en particular, tiene para la sociedad en la que vivimos.
Ya sé que leer en la cama, a partir de cierta edad, provoca un sopor insoportable, valga el juego de palabras. Sé que no todos, ni siempre, tenemos tiempo para redescubrir “El Quijote”, ni para viajar con Julio Verne o tratar de imaginar un mejor papel para nuestra armada en el Trafalgar de Pérez Galdós, así que lo mejor que podemos hacer es, en castellano puro y duro, irnos a cagar. Sí, perdonen que se lo diga, váyanse a cagar y envíeme a cagar con toda confianza. Sobre todo porque, en esta modernidad acelerada que nos ha tocado vivir, el mejor lugar que podemos encontrar para dedicarle diez minutitos diarios a la letra impresa es el bendito trono del descomer.
Porque, del mismo modo que el tango “Cambalache”, nos hablaba de la Biblia colgada junto a un calefón, tenemos la libertad para colocar un hermoso revistero frente al blanco marco de nuestras nalgas y, ya que algunos se han empeñado en tirar su educación, su cultura y su lengua por el retrete, reivindiquemos que lo primero está para evacuar… y lo segundo para conservarlo a buen recaudo.
PD: Para quien no conozca la anécdota, las biblias que se colgaban “en el sable sin remache” eran las evangélicas, que se regalaban a comienzos de siglo puerta por puerta, y cuyo papel era de calidad aceptable y, evidentemente, mucho más barato que el tisú higiénico…
Nota: Este artículo fue publicado el 22 de abril de 2015 en el diario ElPeriodic.com
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