miércoles, 30 de diciembre de 2015

THE GREEN INFERNO o "cómo esperar dos años para ver un mojón"

Actualmente, hay un término inglés muy popular referido a películas o series de próximo estreno llamado hype. La traducción más ajustada es expectativa, aunque se trata de una expectativa ansiosa, a veces injustificada, alimentada por trailers, teasers y avances del más diverso pelaje. Pues bien, servidor llevada dos malditos años preso de un hype tremendo por la última barrabasada del director Eli Roth (Cabin fever, Hostel), que se titula The green inferno... y que anoche tuve la oportunidad de padecer.

He leído muchas críticas de la cinta antes de atreverme a hacer la mía, básicamente porque soy de los que tiene el culo pelado de ver terror y casquerío, y no entendí bien si se trataba de una broma, un mal chiste o que me sentó mal el cafelito post-cena, porque a estas alturas todavía estoy pensando si pude ahorrarme la experiencia o es que no supe entender lo que el director pretendía transmitirme.

Como muchos de mis lectores son personas normales (no como yo, vaya), supongo que necesitarán que les explique que The green inferno es un homenaje de esas películas ochenteras de explotación del género caníbal (Holocausta caníbal, Caníbal ferox...), que vinieron principalmente de coproducciones italo-americanas y que mezclaban tripas sueltas y tetas al aire. Su mayor artífice, Ruggero Deodato, fue el primero que "inventó" una historia falsa sobre metraje encontrado (el ahora tan popular found footage), donde se aseguraba que los actores realmente habían perecido en la expedición amazónica, devorados por indígenas (Interviú cayó en el engaño, publicando un artículo titulado Comidos en su propia trampa; reproducimos tan solo la portada, con la Duval, pues las fotografías interiores son particularmente impactantes)

 A lo que vamos, la idea de que un director que me había impactado con la muy sórdida Hostel recuperara una temática como aquella me resultaba fascinante: si era capaz de reproducir ese ambiente malsano y opresivo de aquella, podía regalarnos una joyita del terror. Y el anuncio de que iba a ser duramente calificada, profetizaba maldad y casquerío a tope de power.

Desde ese momento, dos años de espera: Se estrenó en el circuito de certámenes (Sitges fue uno de ellos) y, después, el silencio. Ni siquiera estaba disponible en ya saben ustedes qué videoclub gratuito, lo que daba a entender que era basta hasta decir basta (perdón por el juego de palabras), lo que para el aficionado suponía colocarla a la altura de otras no estrenadas en España como Serbian film, Martyrs o A L'interieur. Que es decir mucho.

Ya entonces fui buscando comentarios que, para mi temor, le daban un aprobado justito. Y no es que fuera uno o dos críticos sibaritas, es que todo Cristo coincidía en ese aburrido meh que les provocaba.

Y, anoche, la vi... Y aquí empiezan los spoilers.



En primer lugar, tres cuartos de hora de nada, con universitarios americanos idealistas diciendo que van a salvar la selva amazónica resultan, cuanto menos, insoportables. Ya sé que Roth suele ser particularmente moroso cuando narra sus historias (le pasó en Aftershock y, un poco menos, en Hostel), pero esta vez clama al cielo. Llega un momento en que deseas que el reparto palme entre terribles sufrimientos, más que nada por lo cansinos que llegan a ser; mención aparte merece Daryl Sabara, el niño de Spy Kids, con la misma cara que entonces y del que esperas que, en cualquier momento, saque su reloj-espía y huya gracias a algún gadget de la marca Machete.

La tribu indígena es poco menos que increíble: llegué a escuchar alguna expresión en castellano mientras los gringos eran capturados. Pudiendo aprovechar perfectamente la imaginería precolombina, con toda suerte de sacrificios humanos registrados, se nos regala una única escena grosera (bastante lograda, no lo voy a negar), y un momento de negro al horno cocido en su propio mono amarillo. Para rematar con una dura escena de suicidio femenino, toda vez la joven en cuestión descubre cuál va a ser su destino

Y, a partir de ese momento, todo sobra: la absurda escena de la masturbación, la aún más absurda escena de comprobemos cuál de todas estas scream-girls no ha catado varón (lo que, supongo, venía a sustituir a las escenas subidas de tono de Holocausto caníbal), el momento incalificable de intoxiquemos a la tribu con marihuana (¿?), media docena de rubios empalados (muchísimo menos impactantes que el original al que pretenden homenajear), un ataque con hormigas caníbales hechas con CGI que cantan mucho y mal (como se dice por aquí: És precís?), la redención de la niña de la tribu (me pasé una hora de película pensando que era niño, mire usté), y la confesión final de la única superviviente, que da un supuesto giro sorprendente a la historia, y que trata de justificar que no maten a los indígenas, pobrecitos ellos, que casi me apetece catar muslito de colega al ast mientras cantamos cumbayá...

A ver, sé que dentro del género de terror, la temática caníbal no es precisamente plato de gusto (con perdón), pero hay demostraciones mucho mejores de lo que un argumento tan marginal puede dar de sí, desde la española Caníbales a la muy controvertida (y de magnífico reparto), Ravenous, pasando por la reciente Somos lo que somos. Es decir, se puede hacer una gran película con un material tan... sensible.



Mi temor es que, tras la gamberra Cabin fever y la desasosegante Hostel, su director Eli Roth ha decidido vivir de su vitola de enfant terrible (como ya hiciera, por ejemplo, Kevin Smith). O, peor aún, que sus ideas son demasiado transgresoras como para exponerlas en el celuloide (como ya le pasara, por ejemplo... a Kevin Smith), y que buena parte de la pimienta y de la mala leche haya quedado en el guión, en la sala de montaje o cortado a tijera por los censores de turno.

Por mi parte, me cuidaré muy mucho de volver a emocionarme con un par de trailers y seguiré buscando algún tesoro perdido dentro de un género que languidece por falta de ideas... y exceso de celo.

José Vilaseca


miércoles, 9 de diciembre de 2015

Política virtual

Desde que tuve edad (y presupuesto), para comprar mi primer ordenador personal (allá por el lejano 1993), una de mis ocupaciones lúdicas favoritas han sido los simuladores sociales y la gestión de recursos: Civilization, Age of Empires, Patrician, SimCity y, últimamente, Tropico y Banished. Si no les suenan estos nombres, algo comprensible por otra parte, no sufran que se lo resumo fácil: juegos donde uno se pone a los mandos de una ciudad, un país o incluso un gran imperio, y debe atender a todas las necesidades de los ciudadanos, desde los impuestos a la recogida de basuras, pasando por la exploración, la diplomacia... o la guerra.


Aunque alguno de mis detractores señalaría con facilidad mis defectos tiránicos o megalomaníacos a la vista de mis aficiones, en realidad siempre me ha parecido un reto ponerme en el papel del político de turno y comprobar (pues los simuladores así lo permiten, sin riesgo de acabar en la Bastilla), cómo encaja el pueblo las subidas de la carga impositiva, los desastres naturales mal gestionados, la corrupción o, en otro extremo, si saben premiar una buena gestión que les ofrezca felicidad general.

En estos juegos (y me temo que también en la propia vida), se observan dos grandes conclusiones, contradictorias y terribles, que siguen al estadista como su propia sombra: la mayor tiranía puede ser soportable para el pueblo, siempre y cuando se mantenga un buen nivel de alimentos, ocio y baja presión fiscal (el clásico pan y circo), mientras que hasta el Gobierno más democrático y eficaz, genera un número aleatorio e inexplicable de disidencia, malestar social y ríos de bilis (resumido en el piove? Governo ladró!). Vamos, el complejo de "norcoreanos la leche de felices y canadienses cabreados como un mandril".

Leí hace tiempo un estudio donde se enfrentaba políticas reales sobre simuladores; las subidas de impuestos provocan malestar creciente, la vida a crédito genera endeudamiento insoportable y las inversiones faraónicas consiguen crear ghettos y agrandar el hueco entre clases sociales, hasta el punto de que "el juego te echa" y game over... Vamos, como si hubiéramos descubierto la cuadratura del círculo. Al final, la mayoría de los políticos (del ultraliberalismo al comunismo militante), fracasaban en la pantalla del ordenador.

Entiendo que la política es más que un juego... pero que, al final, resulta má sencillo de lo que nos quieren hacer ver. Así que, con su permite, voy a ofrecerles algunas perogrulladas para que entiendan cómo funciona este gran juego de tronos, del cual viviremos un apasionante nuevo capítulo el próximo 20D:

* Someter a una clase media a un IRPF del 18-25% (si no más), o a un pago fijo de autónomo próximo a los 300€ es un suicidio económico. Pero, para un país con una tasa del 20% del PIB en economía sumergida, no sé bien si nos lo merecemos. ¿Somos unos chungos a los que nos gusta defraudar y trabajar en B... o nos obligan a ello?

* No hay Estado en el mundo con corrupción cero: no seamos ilusos. Pero sí debemos hacer un esfuerzo para que la corrupción tienda a cero. ¿Hace más daño un fulano que defrauda cien mil euros o cien mil fulanos defraudando solo uno? Pues eso, mientras cada cual piense en cómo no declarar nuestra riqueza (o nuestra pobreza), excusándonos en el vecino... mal camino llevamos.

* A veces, en broma, afirmo que las personas nos solemos conformar con tres comidas al día, un par de euros sueltos en el bolsillo, y que nos la chupen de vez en cuando (con perdón). Nuestros políticos tienden a olvidar esta fórmula tan sencilla: Alimento, ocio y relaciones sociales. La gestión no debe plantearse miras altísimas (¿aeropuertos sin aviones?), cuando la gente de a pie no puede pagarse ni un mísero bonobús para ir a trabajar.

* Los políticos también son personas (pobrecitos), no seres de luz. No nos hace falta un Aló, presidente ni uno de esos discursos modelo Fidel cuando aún era comandante, pero queda feo ver a quien nos gobierna a través de un plasma (me recordó, por cierto, al presidente virtual de V de Vendetta). No nos tomen por idiotas: cuéntennos las cosas dando la cara y sin aburrir a las ovejas.


¿Les parece complejo, amigos y lectores? Porque, después de cuarenta años de una interminable Transición, nuestros jefes siguen abocados (y abocándonos, que es peor), al game over más lamentable. Y aquí no vale, como en los recreativos de los ochenta, echar cinco duros y continuar la partida...

José Vilaseca