jueves, 25 de abril de 2013

Los nuevos lobos solitarios

No hace mucho escuché en la radio lobo solitario. Me dió un vuelco el corazón, pensando que se trataba de la añorada serie de libro juegos del mismo nombre, salida de la imaginación del escritor inglés Joe Dever, ilustrada magníficamente por Gary Chalk. Por desgracia, me equivocaba.

Tampoco se trataba del manga Lone Wolf and Cub, de gran éxito, ni la vieja película del inmortal Chuck Norris El lobo solitario. No había nada de fantasía, de imaginación ni de lírica detrás de esa definición.

Lobo solitario es, como se conoce actualmente, a los hijos de puta que, sin previo aviso, colocan dos bombas y revientan una maratón, sembrando la línea de meta de cadáveres y mutilados. Del mismo modo que he aborrecido el témino burro referido al ignorante y el de tiburón para nombrar a los depredadores inmobiliarios, me parece que voy a tardar bien poco en odiar que un animal tan nombre como el hermano lobo sirva para etiquetar a esta suerte de malnacidos.

Esta extraña situación que hemos vivido tan recientemente, me ha servido para llevar a varias conclusiones; en primer lugar, que siempre habrá gente capaz de morder la mano que le ha dado de comer, y que la integración social y cultural no tiene sentido salvo en mentes buenistas y almas de cántaro: Puedes educar, alimentar y cobijar a cualquier clase de persona pero, si sus cimientos están podridos por el burka, la ablación o el anatema, al final el escorpión de la fábula se retorcerá y te clavará el aguijón hasta el fondo.

En segundo lugar, hemos visto casi en directo las imágenes del horror, retransmitidas, fotografiadas y compartidas a través de las redes sociales; será difícil olvidar la instanténea de aquel corredor que, conducido a toda velocidad con una silla de ruedas, mostraba su pierna despedazada a la altura de la rodilla, con la tibia y el peroné sobresaliendo de un colgajo de carne. Quizá ha llegado el momento de preguntarse si necesitamos, no ya tanta información, sino el morbo que se encierra detrás de ellas.

Y, finalmente, ese neologismo, lobo solitario, es una de tantas invenciones periodísticas que juegan a rescatar palabras olvidadas y acuñar nuevos palabros que impacten en el lector, el oyente o el televidente: Un lobo solitario no es más que un pirado que no ha necesitado a nadie para liarla parda, un terrorista sin banda armada, un sociópata aislado. Puedo vivir sin que redefinan mi concepto de lobo solitario, sin saber lo que es un escrache, sin nadar en chapapote, sin conocer al camarlengo papal, sin preguntarme si mi joven vecino es un nini que hace botellón y, sobre todo, con la seguridad de que el Levante no juega con el maldito trivote, que con Iborra y Diop nos basta y nos sobra...

José Vilaseca

jueves, 11 de abril de 2013

No quiero pagar

No quiero pagar.

No quiero pagar la deuda avariciosa de bancos que han jugado con todos los ases en la manga, concediendo hipotecas a quienes no podían pagarla, aún sabiéndolo. Pero tampoco quiero pagar a idiotas que vivieron por encima de sus posibilidades, envidiosos que se empeñaron hasta las cejas por tener un coche mejor que el vecino.

No quiero pagar los caprichos de políticos corruptos, de condes y duques que no tienen de noble ni siquiera el título. No quiero pagar las comisiones de las cuentas en Suiza de gente que no conozco. Pero tampoco quiero pagar los múltiples sueldos de los opositores inútiles, o llenar el estómago agradecido de unos sindicatos que sólo saben poner el cazo.

No quiero pagar la sanidad de quien no ha cotizado nunca en su vida y aterriza de la patera. No quiero pagar ayudas a la dependencia, o a determinadas situaciones especiales; que cada palo aguante su vela. No quiero pagar los EREs de empresas que nunca repartieron beneficios cuando las vacas eran gordas, y ahora se reparten la misera. No quiero pagar los despidos ni las jubilaciones de empleados públicos puestos a dedo, las rentas mínimas de los que no saben hacer la “o” con un canuto ni tienen intención de aprender. No quiero pagar los cursos de reciclaje de aquellos que se llenaban las manos con dinero negro en la terraza del bar, la obra o cualquier otro trabajo donde ni siquiera hacía falta saber leer para plantar la mano y llevárselo muertecito.

No quiero pagar los excesos de unos pedófilos con sotana, de unos integristas lapidadores, de unos idólatras. No quiero pagar palios ni tronos, no quiero pagar la conversación de monumentos que no me representan.

No quiero pagar la deuda de los equipos de fútbol que se convirtieron en empresas privadas y luego pidieron rescates públicos. No quiero pagar el nuevo estadio de ningún pinchaúvas nacional o de un jeque extranjero. Ya que estamos, no quiero pagar nada para que un grupo de amiguetes cierren mi calle durante un mes al año y quemen trastos, o se pongan un hábito y procesionen, o se vistan con un tanga de cuero y saquen a pasear su bandera multicolor, gracias a las subvenciones públicas.

No quiero pagar obras faraónicas, aeropuertos sin aviones, embajadas de un cantón de mi país en tierra extranjera. No quiero pagar el mantenimiento de estatuas ecuestres de héroes de los que ya no me acuerdo, placas de personas que no me interesan, memoria histórica que tiene de memoria lo mismo que de histórica.

Al leer este texto, habrás estado de acuerdo en algunas partes, y radicalmente en contra de otras; quizás has comenzado con una sonrisa, en plan “qué razón tiene este fulano”, y has acabado torciendo el gesto, preguntándose qué clase de mamón es capaz de escribir algo tan retorcido.

Tus impuestos y los míos sirven para pagar cosas que te importan, y otras que no. Tu voto soluciona grandes problemas y genera otros tantos. Piensa que lo que tú consideras justo, es injusto para otros, y que la sociedad implica un gran acuerdo entre todos sus componentes.

Nos encaminamos hacia un punto sin retorno donde los gritos, las pancartas, los dedos alzados y las amenazas pueden acabar en el lenguaje de las armas. Que cada uno haga lo que crea conveniente.
José Vilaseca